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sábado, 13 de abril de 2024

Hijos de la fábula, de Fernando Aramburu



Me reí mucho con este libro, el primero que leo de Fernando Aramburu. Pero una vez que terminé de reírme, comencé a culparme, puesto que es importante para mí saber si la risa es un elemento reaccionario en mi interior. O si la risa puede ser revolucionaria. Cuando una persona compra un libro que trata sobre la ETA, ¿sabe que tiene guardar una seriedad absoluta sobre el tema? El terrorismo, las guerras, las tragedias del ser humano, ¿pueden ser motivo de risa? ¿A partir de cuándo, cuántas generaciones hay que dejar pasar para poder reír? ¿Y de qué aspectos? No lo sé, he querido siempre sumergirme en el humor sin tener una guía metodológica. Es que el humor es como el arte, terreno de la libertad. Sin embargo, vemos los más desagradables cartonistas de los periódicos, como el caso del Reforma y su dibujante estrella, aprendiz de fascista… y algo nos impide sonreír. Quiere decir que tenemos una armadura que nos protege. No podría ensayar ni siquiera unas cuantas ideas sobre la risa. El volumen se llama Hijos de la fábula, título que, ahora, a la distancia, me alumbra mucho, no había pensado que los dos protagonistas son hijos de la costumbre de contarse cuentos. Son dos muchachos de Guipúzcoa, Asier (20 años) y Joseba (21), que ingresan a las filas de la ETA y son enviados a prepararse, en la clandestinidad, al sur de Francia. Pero apenas cruzan la frontera, se enteran de que la organización vasca ha sido disuelta y que sus afanes revolucionarios dejan abruptamente de tener un objetivo… No importa, hay que continuar la preparación militar, hay que estudiar la ideología de la organización. Y todo lo hacen construyendo sobre la nada, cuidándose de los posibles espías del gobierno, pero sobre todo, manteniendo el ideal revolucionario. Como son los únicos habitantes de ese ideal, son incomprensibles para el resto de la realidad. Así que son observados como dos personajes del teatro del absurdo, o como Oliver Hardy y Stan Laurel –como acertadamente los críticos han comparado–: vistos como dos personajes que sólo disponen de sus actitudes para fabricar su mundo. Porque ya la comparación con don Quijote y Sancho se me hace un poco más inexacta, puesto que Asier y Joseba no convencen. Son hijos de la fábula, pero hijos desheredados. No logran que nadie crea en ellos, pero tampoco quieren darse cuenta de que ninguno de los dos cree en ese ideal que los llevaba a levantarse temprano a marchar por Euzkadi. Ni siquiera son capaces de comprender a los personajes que los rodean. Hay algo más, los personajes no quieren hacer reír, tampoco pueden hacer sufrir. Ambos regresan a su pueblo, con diferentes anhelos. Uno de ellos quiere saber de su esposa, a la que dejó abandonada en su pueblo. Pero el otro busca dejar impreso su nombre en el libro del heroísmo. Las últimas páginas son conmovedoras. Cada uno decide buscar su destino. No hay tanto humor en ellas, más bien melancolía, porque el que decide seguir el ideal en soledad se hunde en la soledad y no en el heroísmo.

 

Fernando Aramburu. Hijos de la fábula. México, Tusquets, 2023. (Col. Andanzas)

viernes, 5 de abril de 2024

Grata compañía, de Alfonso Reyes



Del tomo IX de las obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959) hubo un aspecto que me interesó en algún momento. Esos momentos a los que él volvía de vez en cuando para recordar su militancia en el Ateneo de la Juventud: los días en que leían a los autores clásicos en casa de Antonio Caso, o las caminatas por las calles de Santa María la Ribera. Heroicos días en que la juventud cambiaba el rumbo de la Historia. Fueron varios momentos… pero uno de ellos, que llenaba de emoción a los ateneístas, fue el homenaje a Gabino Barreda, en la Universidad Nacional, el 22 de marzo de 1908. Fue un logro para el grupo que se organizaba en contra del Positivismo que el Ministro de Instrucción, Justo Sierra, pronunciara un discurso crítico de Gabino Barreda en ocasión de su homenaje. Al finalizar, los ateneístas quitaron los caballos del carruaje del ministro, y lo jalaron para llevarlo hasta su residencia. Reyes dejó escrito, sobre ese momento, que: “no es inexacto decir que allí amanecía la Revolución”. Es una frase que me hace pensar… Como si el Ateneo fuera el padre intelectual de la Revolución Mexicana, como si el proyecto cultural de la Revolución proviniera de ellos, ahí, los jóvenes que esperaban que cayera el Porfiriato en las elecciones de 1910, para luego heredar, ellos, los hijos del poder, el poder que dejaría Justo Sierra. Me parece más bien inexacto, porque fueron los ateneístas en su mayoría, enemigos de la Revolución, apoyaron a Victoriano Huerta y algunos huyeron del país luego del triunfo de Venustiano Carranza. Como filósofos, encabezaron una revolución conservadora, pues opusieron al positivismo, el intuicionismo de Bergson. Ruy Pérez Tamayo, en su Historia de la ciencia en México (2010), considera que los ateneístas detuvieron los avances de la ciencia en México, pues no sólo fueron antipositivistas, sino anticientíficos. No lo creo de don Alfonso, interesado en Einstein, en Sandoval Vallarta (su primo, especialista en los rayos cósmicos) y en las matemáticas. Reyes habría de reconciliarse con la Revolución unos años más tarde, en 1924, cuando escribió Ifigenia cruel. Bien a bien, no sabría decir cómo nació ni qué es el proyecto cultural de la Revolución, pero incluye el muralismo y el nacionalismo… Pero yo he tomado un camino que no era el que pretendía tomar. Pensaba en meditar junto a don Alfonso acerca de la poesía. ¿Cuál es el futuro de este arte? Sus conferencias son largas evocaciones al paisaje en la poesía, los campos que describió Pagaza y que mejoró aún más Manuel José Othón. Yo me emociono como si hubiera estado escuchándolo dictar su conferencia en que Othón es recordado como un católico describiendo una naturaleza panteísta, en que cada ser tiene una voz inolvidable. Ay, ese galope de los berrendos que cruza por su poema y que culmina con el ocaso sobre el desierto: la luz roja del sol se derrama sobre la arena. Un campo de matanza en donde unas horas antes hubo el último sacrificio del amor. Parecía un poeta lejano del desierto, desconocido, antiguo. Por eso, Borges, cuando le preguntó por él a don Alfonso, se asombró: ¿Conoció usted a Othón? Parece de esos nombres de los libros que sólo son nombres. Pero esos nombres alguna vez fueron hombres y alguien pudo conocerlos.

 

Alfonso Reyes. Grata compañía [1948]. Pasado inmediato [1941]. Letras de la Nueva España [1946] (1969), 2ª reimp. México, FCE, 1997. (Obras completas, IX)

sábado, 30 de marzo de 2024

El lugar, de Mario Levrero



El hecho de que Mario Levrero (1940-2004) llamara “involuntaria” a su trilogía hace pensar que sólo hasta que terminó la tercera sus novelas se dio cuenta de que había trabajado en un plan literario. Aparentemente, no se dio cuenta de que había caminado por ciudades que no existen, siempre en busca de una verdad interior. Casi todos sus lectores acuerdan que El lugar es la más gustada de estas novelas. No sabría decir por qué, pues para mí Levrero es la representación del trabajo del escritor que escribe sin saber por qué. Yo mismo, no sé explicar nada de mí. Sé que mi idea de infelicidad es una página en blanco, pero también ha sido motivo de sufrimiento el obligarme a escribir. No era algo que yo necesitara, pero he construido mi necesidad línea tras línea. En El lugar, el protagonista aparecer de pronto en una habitación oscura, sin saber cómo llegó ahí, pero recuerda que tiene una cita con una mujer. Así que busca la salida, hasta que da con una sola puerta que logra abrir. A partir de ahí, comienza una sucesión de habitaciones, idéntica cada una a la anterior, que el personaje recorre, abriendo cada una de las puertas que lo llevan a la siguiente. Cada habitación tiene la característica de que contiene una decoración similar: una cama y un comedor. A cierta hora, parece ser que a la misma siempre, cae invariablemente dormido, y, al despertar, encuentra la mesa servida. Lo más fácil es caer rendido, conformarse con quedarse en cualquier habitación, al fin que siempre hay luz y comida. Pero el personaje sigue y sigue, por una red de cuartos, algunos habitados por seres incomprensibles que hablan un idioma desconocido, y algunos deshabitados. Yo me apego fielmente a la pesadilla de caminar al lado del narrador, sin mirar más que su obsesión. Pero otros lectores que han hecho este camino con Levrero, han notado su pasión por el cine mudo, por las historietas, por el insomnio, por Carlos Gardel, por Kafka (¡principalmente!), por artistas casi desconocidos entre nosotros como Rosa Chacel… Tanto que decir de esta novela, pero no puedo decir lo que quisiera. Tal vez, que sería una magnífica serie de televisión: una agobiante serie cuyo laberinto desemboca en una playa y una selva. Y más adelante, en una posible escapatoria. Pero en Levrero ocurre que no sirve de nada llegar a la meta. Tan desolado queda uno mismo con las metas de la vida, que uno quisiera volver al desasosiego, a los viejos caminos que uno recorrió extraviado. Es cierto que hemos caminado ciudades, calles, estaciones del metro, aeropuertos… acompañados de personas que no recordamos, que no sabemos bien dónde quedaron. Que no encontraremos si regresamos nuevamente a los viejos recorridos en que quisimos encontrarnos a nosotros mismos. Por lo que veo, me he extraviado, en esta ocasión en mí mismo. Eso se debe a que quise respetar a este autor que aborrecía las interpretaciones de sus enigmáticos libros.

 

Mario Levrero. El lugar (1982), prólogo de Julio Llamazares, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

París, pero el de Mario Levrero


¡Cómo me gusta París! Pues bien, este libro no tiene nada que ver con esa ciudad. En realidad, habla de otra ciudad llamada de la misma manera, que está en el mismo lugar, pero en un tiempo diferente. De hecho, el narrador llega a esta ciudad después de un largo viaje de 30,000 años en tren. Curiosamente todo está igual, nada ha cambiado, París está idéntico. Al menos, eso parece, aunque las diferencias poco a poco ser irán notando. Hay algunos problemas literarios, como por ejemplo: la necesidad de plantear que el París en el que nos encontramos paseando a lo largo de esta novela es el mismo París, pero en un tiempo alterno. Sólo que por alguna razón se ha mantenido similar a sí misma a lo largo de 300 siglos. Será difícil, más bien imposible, explicar qué ocurre con esta ciudad. Creo que todas las calles están donde estaban, pero las cosas que ocurren ahí ya han pasado (algunas de ellas), otras no han ocurrido pero se parecen a las que ocurrieron (parece que vuelve a pasar la Segunda Guerra Mundial, pero de otro modo) y algunas más no ocurrirán nunca, como el vuelo de los ángeles sobre la ciudad –o una especie de seres alados que pasan por el cielo. ¡Por cierto, va a cantar Gardel en el Odeón, vamos! A eso me refiero, eso no tendría que estar ocurriendo. Para explicar lo que pasa en esta novela se me tendrían que ocurrir otras conjugaciones que no conozco, algunos tiempos verbales que sugieran que algo que pasa en este momento es similar a algo que no tendría que haber ocurrido antes. Es que Gardel murió en 1935, cuando todavía no existía la Segunda Guerra. O sea que se vuelve a representar una versión de la realidad que anteriormente no había pasado de este modo. Y yo, yo persisto, persisto en mi idea de no leer a Mario Levrero (1940-2004), como un autor lleno de símbolos y de alegorías. Ángeles caídos, mujeres simbólicas, formulaciones temporales, etc., etc., todo eso son como insectos en el parabrisas que entorpecen lo que quiero ver. Los académicos que explican esta literatura de ese modo, también son insectos que se irán en el momento en que encienda el limpiaparabrisas, sólo que no conozco el botón para prenderlo, y eso tal vez se deba a que no sé manejar. Así que tendré que mirar por el vidrio tratando de quitar el exceso de teorías, de guiños a otras literaturas. Este señor que escribió la novela a la que llamó París, tiene algunas ideas fijas, eso no se puede negar. ¡Vaya que las contagia!, a mí se me ha convertido en una idea fija, en un personaje tan grande como otros personajes de la literatura uruguaya que no mencionaré aquí porque eso nos lleva a otro tema tan extenso como inútil. Pero diré me entusiasma su manera de escribir, persiguiendo una pasión, continuando por caminos que tal vez no lleven a ningún lado, y que en efecto no llevan a nada. Pero la persistencia en el vacío, en el infierno cotidiano, en la costumbre de abrir diariamente la puerta del día siguiente, similar al día en que estamos, para siempre atrapados, es una manera de producir una literatura en que se asoma la tristeza, la melancolía por el amor inalcanzable, nunca del otro lado de la puerta. Las guerrilleras-prostitutas que forman parte de la Resistencia pueden ser símbolos, pero prefiero verlas como mujeres comprometidas con la defensa de París. Todo le parece extraño al personaje, pero al mismo tiempo todo está lleno de familiaridad. Además, París parece reconocerlo, tiene el secreto de su pasado y de su futuro, sólo que se va manifestando poco a poco, como si el destino lo fuera tejiendo imperceptiblemente. Olvidaba decir que el protagonista tiene alas, lo descubrió llegando al hotel. En realidad, él de pronto parece olvidar que las tiene, por lo que vuelve a cerciorarse de que existan. ¿Para qué están ahí?, ¿cómo se usan y cuál será el momento indicado? En cualquier momento, esas alas pueden desplegarse y él, huir de París, en poco tiempo estaría en cualquier lugar de la Tierra. Ha sido una mala idea regresar. Sin embargo, se deja llevar por los acontecimientos como por un río. He olvidado algunos aspectos al comenzar a referirme a esta novela de Levrero. Pero en realidad, todo lo olvido, todo es innecesario y todo puede recogerse de entre estas páginas para ser relatado nuevamente. En fin, quizás les interese saber que, al llegar a París, y bajar del tren, afuera de la estación estaba un taxista, sólo que murió cuando estuvo a punto de arrancar. Así que el personaje debió de tomar otro taxi, el cual le dio una larga vuelta por toda la ciudad antes de regresar a la estación del tren, en donde este segundo conductor también murió. Qué engorrosa situación. En cuanto los carabineros lo notaron por la ciudad, lo llevaron a un hotel, en cuya recepción se encontraba un cura. Le dieron una habitación y le prohibieron salir. Fue en ese hotel en donde comenzó a ver que estaban aquellas prostitutas a las que podía hablar, para que ellas le revelaran toda esta intriga. Todo esto pasó para que pudiera estar en este momento, aunque naturalmente he olvidado otros muchos aspectos de la historia. No sabría decirles qué es esencial a la narración y qué otras cosas no. Por ejemplo, olvidé que una persona lo reconoció en la calle y lo llamó, una persona llamada Marcel. Naturalmente que al prologuista no se le escapa que hay un solo Marcel en París, un solo Marcel en la literatura francesa, mencionado una sola vez por su nombre en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Muy buena referencia, sólo que en esta ocasión no podremos dedicarnos a buscar el tiempo por ninguna parte, dado que además son muchos siglos los que se nos fueron mientras el personaje viajaba en el tren. Este Marcel es muy importante en esta narración, si lo encuentran en el libro, pongan una banderilla que les recuerde que más adelante será importante, que esta novela no es como un sueño que no conecta las partes de la narración y que cuenta pasajes que luego no se conectan. Al contrario, no llamaría ensoñación a París, porque toda esta realidad está muy bien unida, sólo que es misteriosa, envuelta por cierto tedio. Por si fuera poco, no sabemos bien a bien cómo percibe el protagonista su circunstancia, porque tiene la extraña facultad de estar despierto pero también dormir y soñar al mismo tiempo. Es raro, sí, pero la narración fluye con el personaje perfectamente consciente de su sueño y de la realidad circundante. ¿Estás seguro de que no olvidas nada más? No, por el contrario, sé que no podré recordar todo, pues es casi imposible saber por qué cada uno de los aspectos de esta narración se encuentran donde se encuentran. Sé que los espejos han desaparecido del hotel en que nos encontramos al principio, y que otro de los huéspedes está desesperado porque no sabe quién es. Incluso le han dicho que le crecen pelos en la cara, que camina en cuatro patas y que ha tratado de destrozar a la gente a dentelladas. Viéndolo bien, sí, tienen sus manos aspectos de garras. Pero no entiendo nada, cómo se ve que soy nuevo en París. Eso quiere decir que cada quién dirá lo que le interesa de esta novela, lo cual puede estar al principio, en medio o al final. Levrero insistió en que su obra era una investigación del alma. Y, como sabemos, el alma tiene forma geográfica, es un espacio sin forma que inútilmente tratamos de recorrer. Para mí, el gran momento de esta novela es cuando el narrador mira pasar una legión de seres alados, como ángeles, sobre París, pero no se anima a elevarse con ellos. Trescientos siglos para estar aquí, para presenciar el momento maravilloso en que uno puede unirse a la legión de ángeles, y dejar pasar la oportunidad. Yo también tenía una cita con la vida, pero estoy aquí escribiendo.

 

Mario Levrero. París (1980), prólogo de Constantino Bértolo, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

sábado, 23 de marzo de 2024

La ciudad, de Mario Levrero


 

Escribió Oscar Wilde: “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Parece ser que no se necesita más teoría para sumergirse en una obra narrativa. Pero es quizá la teoría más compleja de todos, porque se trata precisamente de no sumergirse en las profundidades del inconsciente o de la ideología. Aunque las obras parezcan metáfora de otra cosa (y quizá lo sean), el reto es mantenerse siempre en la superficie, en el fenómeno. Y lo más fácil para referirse a un libro como éste, de Mario Levrero (1940-2004) tal vez sea considerarlo una metáfora de la vida: una especie de viaje que comienza por una razón cualquiera y lleva a una ciudad de la que no se puede escapar, y además, ¿para qué escapar?, ¿hacia dónde escapar? Tampoco supimos nunca de dónde venía el personaje, sólo que al principio de la novela estaba en una casa extraña y húmeda. Quién sabe para qué quisiera el protagonista volver. Sin embargo, pretende salir de esa ciudad a la que llegó por azar. Si no mal recuerdo, buscaba un estanquillo para comprar querosene, pero comenzó a llover, además la ciudad estaba oscura, y se subió al primer camión que pasó, el cual lo dejó abandonado a la mitad del campo. Y de ahí caminó, siguiendo a una mujer, hasta llegar a esta ciudad. Toda la historia consiste en ejecutar un plan que se pospone y se pospone, consistente en abandonar salir de ahí. Pero cómo… En esa ciudad no hay medios de transporte. Eso se debe a que nadie tiene intenciones de llegar o de irse. Hay cerca, pero imposible saber dónde, una estación de tren. Sólo que será muy difícil llegar a ella, ya que los habitantes de esta ciudad no son muy confiados con los forasteros y lo más probable es que no revelen fácilmente su ubicación. Por otra parte, nada garantiza que haya trenes o que vayan al lugar que uno quiere. Además, es muy noche y no se puede estar vagando libremente por las calles, el reglamento lo impide. Un reglamento impreciso que nadie ha visto, pero parece que todo mundo sigue en esta ciudad. Es extraño, porque la ciudad consta de unas cuantas casas… Así que lo mejor es aceptar la hospitalidad de uno de los habitantes, Giménez, que parece tener cierta jerarquía en este lugar. Sólo que por alguna razón desaparece por las noches. Y esta casa… algo ocurre con ella, similar a los sueños: que sólo se mantiene constante aquello en lo que fijamos la atención. Pero lo que queda a nuestras espaldas, se modifica. Los espacios de un lugar onírico parecen quedar muy lejos. Pareciera que no hay consecuencias de una acción sobre otra… Y, sin embargo, desde el principio, el chofer que manejaba el camión por el cual llegó a esta ciudad ya tenía prisa, ya tenía un compromiso oficial a que lo obligaba el reglamento. Los habitantes de esa ciudad siguen las reglas que dicta dicho reglamento, quién sabe si se pueda llegar a leerlo. Pero aun cuando se pueda, quizá esté escrito en el mismo idioma en que están escritos todos los libros de esta ciudad, en una tipografía que es imposible descifrar. Ni siquiera una letra se puede comprender. Hay un mecanismo que parecería onírico que mueve esta realidad; parecería si no fuera porque el protagonista está despierto. El tema central de esta novela pareciera ser el viaje, el pretendido viaje de regreso (aunque no sea exactamente un regreso, pues el punto de partida era igualmente extraño). Podría uno decir: en realidad, el viaje es el destino. Pero me parece que explica más esta novela la idea de que el destino tiene forma de viaje, aunque parezca inmóvil a lo largo de muchos tramos.

 

Mario Levrero. La ciudad (1970), prólogo de Ignacio Echeverría, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

lunes, 18 de marzo de 2024

Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir, de Laura Ramos



La última editora de Elena Garro escribe su experiencia con la autora de Los recuerdos del porvenir. Para conocer su obra inédita y revisar los manuscritos, fue invitada a entrar al pequeño infierno personal de la novelista. Transcribe todo lo que ella cuenta, sus tormentos, remordimientos y rencores. En su rosario de maldiciones va surgiendo el nombre de su familia y de Octavio Paz, en quien deposita las peores traiciones e intrigas. Voy leyendo todo, pero nada me sorprende, no le creo nada a este personaje que se consume en las llamas de su pensamiento, por más que la considere genial. Aun cuando su conversación sea también hipnótica. ¿Qué, de todo lo que leo, dijo en realidad? Me gustan sus imágenes: se consideraba una Coatlicue a la que enterraron y resurgió de las entrañas de la tierra, descuartizada y fatal. Los monólogos de su condenación quizá serían escalofriantes y tendrían buena taquilla, pero nadie se acercó lo suficiente a tomar notas… Coatlicue desmembrada por el escenario, rodeada de gatos, cigarros y Coca Cola, mientras declama su verdad; el auricular del teléfono en una de sus manos mutiladas, esperando cualquier voz, en especial la del poeta. Demasiado destino amontonado como para que la crítica sea benévola. Las fotografías y los manuscritos son guardados en bolsas de basura por la escritora y su hija. ¿Dónde se encuentra hoy todo ese material? Tampoco me interesa, es mejor alejar la vista de toda esa desesperación, de su familia, de los académicos que la acosan y de quienes pretendían saquearla. La cocción del pensamiento es una receta interesante, se prepara una reducción de ideas y se sirve sobre el mundo en general para destruirlo, para concentrar los odios y dejar de ver la complejidad de la vida. El extenso monólogo vital de Elena Garro sirvió para minar su propia voz, contradiciéndose y victimizándose. Pero hay que hacer un corte metodológico, porque el delirio de su mente, en cierto punto se convierte en una de las voces más poderosas de la literatura. No le ayuda nada este libro ni sus editores. Hay erratas en cada página, listas sin sentido y ese exquisito delirio de la reacción mexicana que parece heredado de esta escritora: culpar hasta del cambio del color del mar al presidente López Obrador, tal como ocurre en la página 177 en que la autora se une al desplegado de la “deriva autoritaria” firmado por intelectuales de la derecha. El desvarío de la novelista homenajeada se torna contagioso, no hay forma de cercarlo. No me considero conocedor de la obra de Elena Garro, tampoco de su amante, Adolfo Bioy Casares. Pero soy dado a buscar pistas en las obras literarias. Incluso en éste, con mayor detenimiento, podrían encontrarse puertas que lleven a sitios llenos de interés. Por ejemplo, cuando Elena habla del libro El sueño de los héroes (1954), novela en que Bioy aparentemente escribió su historia con ella. Es que no hay forma de cercar sus numerosas fantasías encadenadas. Hay que comparar monólogos, novelas. Tal vez así se pueda acercar a alguna verdad, por lejana que se vea. Tal vez.

 

Laura Ramos. Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir. México, Aguilar, 2023.

domingo, 17 de marzo de 2024

Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle




 

Recuerdo fuera de tiempo, para David le Fou

 

En la obra El casamiento a la fuerza, de Molière, se da este diálogo entre el protagonista y un filósofo pirrónico (seguidor de Pirrón, padre del escepticismo): “Señor doctor, necesitaría su consejo sobre un pequeño asunto en cuestión, y para eso vine aquí.” “Por favor, cambie esta forma de hablar. Nuestra filosofía nos ordena no formular ninguna proposición decisiva, hablar de todo con incertidumbre, suspender siempre el juicio; y por eso no debéis decir he venido, sino que me parece que he venido.” Hasta antes de que Pierre Bayle (1647-1706) publicara su Diccionario histórico y crítico, los escépticos gozaban de mala fama, le iba mejor a los que persistían enfadosamente en la fe. Ante la Trinidad, la Transustanciación o la Eucaristía, mejor no opinar nada, pues la duda es mejor instrumento de conocimiento, además todo lo que se extrae de esas categorías teológicas llevan a demasiadas contradicciones. De ahí que Marx admirara a este filósofo francés pues lo consideraba el responsable de que la metafísica y la escolástica teológica perdieran su viejo prestigio. Naturalmente, era un libro peligroso pues terminaría por nutrir el pensamiento de los enciclopedistas del siglo XVIII. Siendo así, ¿cómo es que logró difundir tales ideas? Eso se debe a la estructura del Diccionario, que tiene unas breves entradas informativas de cada uno de los personajes mencionados, seguidas de numerosas notas al pie en letra pequeñísima. La censura decidió no penetrar tanto en esas notas, a diferencia de los lectores americanos del siglo XIX que bebieron ansiosamente el pensamiento spinoziano con agravio para sus pobres ojos (y los míos). Naturalmente, critica el pensamiento del filósofo holandés, aunque por ahí en una de sus miles de notas al pie explica que es posible que existe una sociedad formada por individuos ateos. Mientras la gente leía los artículos dedicados a personajes extraordinarios como Hiparquia, la primera filósofa, o el poeta científico, Lucrecio, las notas al pie escondían bombas ideológicas maravillosamente escondidas, como deben de ser la maquinaria revolucionaria. Cuenta la historia, por ejemplo, del filósofo portugués Uriel Acosta (o Uriel da Costa), que profesaba secretamente la fe judía, así que huyó a Holanda para poder anunciar su conversión. Sólo que, pasado el tiempo, su carácter racional lo llevó a comentar críticamente el pensamiento judío, de tal modo que los rabinos lo excomulgaron e incitaron a los niños a apedrearlo por la calle. Después de años de persecución, acordó con los rabinos el perdón de la comunidad. Dicho perdón, llevado por la caridad, consistió en pedirle a Acosta que se tirara en el suelo, a la entrada de la sinagoga, para que todos los que salían de la ceremonia, le caminaran encima. Ese perdón lo llevó a la muerte. Hoy se cree que, entre la multitud que vio esa escena estaba un niño, Baruch Spinoza, que, con los años, se dedicó a enfrentar la religión con la fuerza de la razón. Para tolerar todas las infamias de la religión (entre otras infamias), es necesaria una gran indiferencia que permita al espíritu continuar guiado sólo por la metodología de la duda. Ése era el valor que Bayle veía en el antiguo Pirrón, el filósofo que mostró ante el mundo la indiferencia más sorprendente. Sostenía que no importaba más vivir que morir. “¿Entonces por qué no os morís?”, le preguntaron. “Precisamente por eso”, respondió. Dice más Bayle: que a Pirrón nada le gustaba y por nada se enfadaba. No le molestaba si le prestaban o no atención cuando hablaba, y continuaba hablando aun cuando sus oyentes se hubieran ido. Y decía: “La inconstancia de las opiniones y pasiones es tan grande que podría compararse al hombre con una pequeña república que cambia con frecuencia sus magistrados”. Era tan singular, que, sin duda, su indiferencia no causa indiferencia.

 

Pierre Bayle. Diccionario histórico y filosófico / Dictionnaire historique et critique (1696), selección, traducción, prólogo, notas y diccionario del editor, Fernando Bahr. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2010. (Col. Hojas del arca, 1)